Un procedimiento de rutina de cuatro policías de civil acabó en el asesinato de un ex convicto. Para tapar todo, con una frialdad tremenda quemaron y descuartizaron el cuerpo, después lo enterraron. Al final fueron descubiertos, pero sólo uno de ellos fue preso y la condena fue una burla.
Aunque haya a quienes no les guste el término “gatillo fácil”, en San Juan esos hechos se dieron y seguirán ocurriendo. Como aquel episodio de marzo de 1974, digno de una novela macabra ejecutada por efectivos de civil que al amparo de la noche asesinaron sin motivos a un ex convicto, cuyo cuerpo quemaron, descuartizaron y enterraron para no dejar huellas. Una historia de terror que a los días fue descubierta, pero en la que al final de cuenta primó la impunidad.
El que pagó con su vida fue Mario Leopoldo Ocampo que, por más delincuente, no merecía esa suerte. Pero claro, sus antecedentes desde 1960 por delitos de lesiones, resistencia a la autoridad, violación de domicilio, daños, hurto y robos reiterados lo ponían siempre en la mira de la Policía y nunca estaba tranquilo.
Allá por marzo de 1974, un jefe policial ordenó a sus muchachos de la Brigada de calle que buscaran a Ocampo y lo llevaran a Regional Capital. Necesitaban “interrogarlo” personalmente por algunos robos que se estaban registrando. A decir verdad, querían apretarlo para ver si confesaba la autoría de esos hechos o “le sacaban letra” –como se dice en la jerga policial- sobre otros maleantes.
En realidad no existía orden de detención ni nada contra Ocampo. El ex convicto, de 32 años, había estado purgando una condena de 4 años y 6 meses de prisión y había salido del penal de Chimbas el 23 de diciembre de 1973. Si andaba o no de nuevo en sus andanzas, nadie lo sabe; lo cierto es que su libertad, y su vida, le duraron no más de tres meses.
La madrugada del 5 de marzo de 1974, Ocampo dormía con su mujer en el rancho de adobe que tenía en Villa Dorrego, la archiconocida “Cueva del Chancho”, en Chimbas. Ni en sus pesadillas habrá imaginado lo que pasó esa noche.
El sargento ayudante José Roberto “El Cejas” Pérez y los cabos Waldo Morales, Joaquín Carrizo y Salvador Costa llegaron al asentamiento en una camioneta Chevrolet de la Policía y preguntando a los vecinos localizaron su casa. En medio de la oscuridad, los policías irrumpieron en la vivienda. Mario Ocampo despertó al escuchar el grito de “Policía…” y alcanzó a ver el destello de una linterna que avanzaba hacia su pieza. Él no lo dudó. Saltó de la cama en calzoncillo, corrió hacia el fondo y salió en dirección a un potrero.
Fue la última vez que lo vio Victorina Giménez, su mujer, que asustada atinó a refugiarse en la habitación. Por lo demás, le quedaron grabados los estampidos de las balas y el tropel de esos desconocidos. Los vecinos también relataron que escucharon disparos y después observaron a un grupo de sujetos en el descampado, el ingreso de una camioneta y movimientos raros como si cargaran algo en la caja del vehículo.
Una maniobra macabra
Para esos ocasionales testigos, lo que sucedió esa noche era todo un misterio. “El Cejas” Pérez, Morales, Carrizo y Costa sabían que estaban en verdaderos problemas. Se les había ido la mano. Y mal. Uno de los disparos de sus pistolas 9 milímetros impactó en la espalda de Ocampo que intentaba huir y el proyectil se incrustó en su corazón. Su muerte fue casi instantánea.
Los “hombres de la Ley” se vieron desbordados y no tuvieron mejor idea que planear de inmediato el ocultamiento. Ahí empezó otra historia, un pacto secreto que los llevó a poner en práctica una trama tremendamente macabra.
Los policías subieron rápidamente el cadáver del ex convicto en la camioneta y escaparon de Villa Dorrego en medio de la noche. Pérez, que daba las órdenes en el grupo, ordenó ir hasta su casa en Villa Morrone y sacó su auto. Trasladaron el cuerpo en ese coche y el sargento junto con el cabo Waldo Morales partieron rumbo al Villicum. Los cabos Carrizo y Costa quedaron a la expectativa a bordo de la camioneta policial en inmediaciones de las calles Cipolletti y Coll.
El viaje del sargento Pérez y su cómplice desembocó en la zona de Matagusanos. No querían dejar huellas ni el más mínimo indicios, así fue que con total frialdad tiraron el cadáver en la tierra, lo rociaron con nafta y le prendieron fuego.
El cuerpo ardiendo y humeando iluminaba los rostros de esos dos policías, que creyeron que podían limpiar sus culpas con tan espantosa maniobra. Pero no les bastó con el cadáver calcinado. Para asegurarse, uno de ellos tomó una pala y a los golpes partió el cuerpo a la altura de la cintura.
Fue la secuencia de una película de terror. Pérez y Morales cubrieron la parte de la cadera y las piernas con unas piedras hasta taparla por completo para que nadie la encontrara. Después levantaron la otra parte del cadáver, la pusieron en el baúl del auto y encararon con destino a Pocito. Convertidos en sepultureros, cavaron un pozo al lado de un árbol en cercanías de las calles Costa Canal y 5 y enterraron lo que quedaba del torso, los brazos y la cabeza devorada por el fuego del infortunado ex convicto. Sin cadáver no había crimen, supusieron.
Al descubierto
A la mañana siguiente, Victorina Giménez peregrinó por distintas comisarías y hospitales preguntando por Mario Ocampo y no obtuvo respuesta alguna. La misma familia luego denunció la extraña desaparición, con la grave sospecha de que se lo había llevado un grupo de policías de civil. Los testimonios respaldaban esa hipótesis, además hablaban de tiros.
El por entonces Subjefe de Policía, el comisario general Marcos Antonio Bravo, se sintió intrigado por el caso y con una comisión de uniformados empezó a investigar el hecho. El primer indicio fue la vaina servida de una pistola 9 mm encontrada en el descampado, detrás de la casa de Ocampo.
Los investigadores establecieron que esa noche anduvo patrullando la zona personal de la Brigada de calle de la Regional Capital, que en aquella época tenía jurisdicción en Chimbas. Otro dato era que ellos poseían una camioneta Chevrolet. Y los testigos mencionaban la presencia de una camioneta.
El comisario Bravo entró a convencerse de que los autores de la desaparición eran esos policías, pero chocó con la supuesta intromisión del jefe de la Brigada de la Regional Capital, el subcomisario Segundo Casiba Olmos, que a toda costa pretendió desviar la investigación, según recordó hace muchos años el propio ex Subjefe de Policía. Esto último quedó a la vista cuando de un día para el otro, alguien cambió la vaina servida secuestrada con el claro objetivo de sembrar pistas falsas para despegar a los policías.
El Subjefe de Policía en persona –algo nunca visto en otros funcionarios- insistió en esa hipótesis y comenzó a interrogar a los efectivos. Pese al pacto secreto entre esos policías, no faltó uno que se quebró y habló. Fue el cabo Salvador Costa, el chofer de la camioneta, que destapó la olla revelando cómo habían matado a Mario Ocampo. Fue el primer arrepentido, a posteriori vino el cabo Waldo Morales. Éste tampoco pudo sostener la mentira y relató arrepentido acerca de ese periplo por Ullum y Pocito en compañía del sargento José Pérez para deshacerse del cadáver. Él mismo confesó que habían quemado el cuerpo, que posteriormente lo descuartizaron y ocultaron en dos sitios distintos. No puso reparos en guiar a los investigadores hasta esos lugares y así dieron con los restos del hombre desaparecido. Todos responsabilizaron al sargento por el crimen y la maniobra de encubrimiento.
Para fines de marzo, ya estaban todos presos y muy complicados por el cúmulo de pruebas. Sin embargo, la investigación se tiñó de parcialidad y al tiempo tres de los policías involucrados en el asesinato recuperaron la libertad. El único que continuó detenido fue el sargento José “El Cejas” Pérez, que permaneció alojado en la Seccional 4ta de Desamparados durante todo el largo proceso judicial que duró casi tres años.
La impunidad
Lo que ya se percibía, se materializó en el juicio escrito que llevó adelante a partir de 1976 el entonces juez penal José García Castrillón. Obviamente, los policías sostuvieron que había sido un accidente. El fiscal, por el contrario, interpretó que era un asesinato lisa y llanamente: dispararon por la espalda a un hombre desarmado, encima en un procedimiento viciado de ilegalidad. Bajo estos argumentos afirmó que estaban frente a un homicidio simple y solicitó una condena de 9 años de cárcel para Cejas. Nada se dijo del agravante por su condición de funcionario público.
El juez Castrillón no quiso complicarse o, mejor dicho, buscó quedar bien con la fuerza. Estaban en plena Dictadura Militar y no había Estado de derecho en el país, en ese contexto quién iba a reclamar por un pobre ex presidiario muerto. Dentro de esa lógica, entendió que el crimen fue producto de un accidente y firmó un fallo por demás polémico. Al sargento José Roberto Pérez lo condenó a dos años de prisión en suspenso por el delito de homicidio culposo; es decir, lo calificó como un accidente. Eso permitió que saliera en libertad de inmediato.
Los policías Waldo Morales, Joaquín Carrizo y Salvador Costa, incluso al subcomisario Segundo Casiba Olmos, recibieron una pena más leve por encubrimiento. Este último igual no salió conforme, de modo que apeló dicha condena y más tarde consiguió que la Corte de Justicia lo absolviera. En definitiva, todo quedó como al principio con un pobre delincuente asesinado y sin nadie que reclame por él, y con un grupo de policías que actuó al margen de la Ley, cometió un crimen y selló su impunidad con el amparo de la Justicia.